Lo único que tenemos
Lo único que tenemos
Y puede ser una de esas tardes de invierno que uno gira de pronto en una esquina solitaria y las sombras dibujan de repente un recuerdo en la fachada, una mañana con el sol que acaba de despertarse y los gorriones revolotean en los aleros de las casas.
Entonces uno cree haber escuchado la voz de mamá:
Hijo ven a comer y después sigues jugando.
Un ratico más. Voy enseguida.
¡Que vengas te he dicho!
O aquellas pascuas que me compraron unos zapatos nuevos. Aún tengo guardado, quien sabe donde, aquel olor fuerte de la piel curtida y su textura suave. ¡Los primeros zapatos altos que tuve en mi vida!
Porque los recuerdos son más misteriosos que aquel mago del circo ripiera que venía al pueblo.
¡Llegó un circo!, decía el zurdo y todos salíamos que nos matabamos a ayudar a bajar las sillas y la carpa, del camión viejo donde venía, para que nos regalaran una entrada.
Y los sembrados de arroz con sus espigas amarillas que mi viejo cegaba con una oz y luego pilaban en un pilón hecho del tronco de un árbol.
Una vez que se acababa la faena, allá íbamos la tropa de enanos del pueblo, con un tirapiedras cada uno, fabricado con ligas de cámaras de bicicleta, a cazar palomas atraídas por los granos.
Un goce detrás de otro, una aventura que no paraba y se queda uno ahora paralizado en una esquina solitaria, de una ciudad que a veces está al otro lado del mundo, donde, cuando éramos niños, ni siquiera sabíamos que vivía gente.
De repente las preguntas vienen volando cuando uno se despierta en las mañanas:
¿Aquello sería en otra vida?
¿Qué habrá sido del radio de pilas donde escuchaba aquel programa infantil por las tardes con las aventuras de Sandokan, El Corsario Negro, La Isla Misteriosa y otros que no recuerdo?
¿En que museo habrán guardado el delantal de mi abuela, aquel que jamás se quitaba?
¿Dónde estará el jarro de porcelana sin asa y con el borde roto, donde guardaba las bolas que le ganaba a los otros jugando al “quimbe y cuarta”
¿Qué habrá sido de la guataca del cabo corto, con que mi abuelo sacaba lombrices debajo del fregadero, para ir a pescar?
¿A qué universo paralelo habrán ido a parar los vecinos que ya no están, los familiares cercanos, la sencillez y la alegría de aquellos años, mi maestras de primaria, el camión cargado de maderos al que llamábamos “el ñato”
Y uno de repente vuelve a la realidad de la ciudad donde vive, a ver la gente de ahora, siempre a la carrera, como si hubiera un incendio o viniera un terremoto a revolcar el suelo.
Y nos metemos de nuevo en los trajines, en la misma carrera de todo el mundo, en el entretenimiento enlatado de la tele, los móviles y las play stations, a escuchar noticias apocalípticas y tragedias, a ver los niños que ya no saben ni jugar a fuerza de tener tantos juguetes.
Al menos, a veces, algunos nos damos cuenta, hacemos consciente que nos quedamos dormidos con los ojos abiertos y fuimos al mundo de los recuerdos, a un universo paralelo donde nos parece que todo era perfecto.
Por un instante, como hacen los delfines y las ballenas, salimos a la superficie del ahora, que es lo único que nos queda.
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